En este episodio de 'Despertando a la Filosofía', Erick explora la naturaleza de Dios desde una perspectiva filosófica, contrastando la visión tradicional con interpretaciones más heterodoxas. A través de la historia de San Agustín y el niño en la playa, reflexiona sobre nuestros intentos de comprender lo divino con nuestras limitadas herramientas mentales. Analiza el concepto de la teología negativa y cómo nuestro lenguaje resulta insuficiente para describir lo trascendente. El episodio culmina con un análisis profundo del pensamiento revolucionario de Spinoza, quien propone una visión de Dios como la naturaleza misma, desafiando la tradicional separación entre lo divino y lo mundano. Únete a Erick en esta fascinante exploración que nos invita a repensar nuestra relación con lo divino y a encontrarlo no en un distante trono celestial, sino en la cotidianidad que nos rodea.
¿Qué pasaría si te dijera que Dios no está allá arriba en un trono, sino justo aquí en cada mota de polvo y cada piedra de la tierra?
En este episodio, exploramos a Dios desde su versión más tradicional hasta el Dios de Spinoza que no está separado del mundo, sino que es el mundo mismo con historias y citas que te harán pensar. Te invito a desafiar la forma en que percibes lo divino en este episodio de Despertando a la Filosofía.
Dios. Esa palabra que parece tener todas las respuestas y al mismo tiempo, todas las preguntas. Para muchos, Dios es ese ser omnipotente que está en todas partes observando lo que hacemos. Y si tenemos suerte tomando nota para recompensarnos más adelante. Suena como el jefe perfecto, siempre vigilante, pero un poco distante.
Pero si hablamos de la idea de Dios, tal como la mayoría lo entiende, hay algo casi familiar en la imagen. En nuestra cultura, Dios suele ser visto como el gran arquitecto. Y claro, hay muchas variaciones de esta figura. En algunas versiones, Dios es como un padre siempre preocupado, siempre tratando de guiarnos, a veces con un poco de mano dura. En otras, es casi como ese vecino misterioso que siempre sabe lo que estás haciendo, aunque tú no tengas ni idea de qué pasa en su casa.
Pero, ¿de dónde viene esta imagen de Dios?
Podríamos remontarnos en la Biblia donde éste es literalmente quien lo hace todo, desde separar las aguas hasta lanzar plagas cuando las cosas se salen de control. Pero también está la parte más cálida, como cuando en el Génesis pasea por el jardín del Edén al atardecer como si fuera un domingo cualquiera.
Un ejemplo curioso de cómo entendemos a Dios, lo encontramos en la historia de San Agustín. Se cuenta que este santo, obsesionado con entender a Dios y a la Trinidad, paseaba por la playa un día cuando vio a un niño que intentaba vaciar el océano con una pequeña concha. Al preguntarle qué hacía, el niño le dijo que intentaba meter todo el mar en un agujero en la arena.
Agustín sonrió porque entendió que de la misma manera, nosotros intentamos meter a Dios en nuestras pequeñas conchas mentales, tratando de explicar lo inexplicable. Ahí es donde entra la idea de lo inefable, ese terreno en el que las palabras simplemente no alcanzan. Sabemos que hay algo más, pero ¿cómo ponerlo en palabras sin reducirlo?
Cuando intentamos darle forma a lo que parece que no tiene forma, lo hacemos usando lo que conocemos. Así que, ¿por qué no hacer que Dios se parezca un poco a nosotros? Así lo hacemos más cercano: con una barba larga, sentándose en un trono, observando el universo como si estuviera presenciando un gran espectáculo.
Esta imagen humana de Dios nos consuela, pero nos engaña al mismo tiempo. ¿Por qué? Porque lo hacemos muy pequeño. Ahora bien, si pensamos que Dios está más allá de cualquier descripción, llegamos a lo que la tradición filosófica y teológica llama teología negativa.
Esta perspectiva nos dice que todo lo que intentemos decir sobre Dios es insuficiente. No podemos definir a Dios por lo que es, sólo por lo que no es. Por ejemplo, no podemos decir "Dios es perfecto", sino más bien "Dios no es imperfecto"; no decir "Dios es bueno", sino decir "Dios no es malo". Es decir, cada vez que tratamos de explicarlo en forma positiva, caemos en la trampa de la limitación humana.
Como decía el Pseudo Dionisio, Dios está más allá del ser mismo, lo que deja claro que nuestras palabras son, en el mejor de los casos, aproximaciones muy pobres.
Esto nos lleva también al problema de la inmanencia y la trascendencia, o el problema de si Dios está afuera o dentro del mundo. Si Dios está más allá de todo, trascendente y completamente inaccesible, ¿cómo puede también estar presente en el mundo y en lo cotidiano?
Es un enigma interesante: ¿cómo conciliar que Dios esté en todas partes, pero al mismo tiempo sea completamente incomprensible? Cuando hablamos de inmanencia, la idea de que Dios está presente en todo, no podemos evitar pensar en el filósofo holandés Baruch Spinoza. Para Spinoza, Dios no era un ser distante y apartado de su creación.
Al contrario, Dios era la naturaleza misma, lo que él llamaba "Dios o la naturaleza". No hay una separación entre Dios y el mundo. Dios mismo es el universo, todo lo que vemos, tocamos o respiramos. Dios para Spinoza... la trascendencia de Dios era, de hecho, una trampa mental.
No hay milagros, porque todo es divino, y si todo es divino, entonces lo que llamamos milagros no es más que la naturaleza actuando según sus leyes necesarias. Spinoza fue tan radical en su concepto de Dios que en su tiempo fue excomulgado de la comunidad judía en Amsterdam.
Imagínate la escena: una sala oscura, con los ancianos de la comunidad decidiendo que Spinoza estaba peligrosamente cerca de poner patas arriba la visión tradicional de Dios. Aparentemente decir que Dios es todo no fue bien recibido.
Spinoza, con su Ética, argumentaba que al comprender que todo es parte de Dios, llegamos a un tipo de libertad: la libertad no de liberarse de la naturaleza, sino más bien de comprender que estamos en armonía con ella. Como él mismo decía, "aquellos que son guiados por la razón no desean para sí nada que no deseen bien para la humanidad". Es decir, al comprender nuestra unidad con la naturaleza, vemos que lo que es bueno para el todo es bueno para nosotros.
Así, Spinoza nos invita a ver a Dios no como ese vigilante distante, sino como el tejido mismo de lo que hay, aquello que se nos revela en cada rincón del universo. Así que aquí estamos, con Spinoza diciéndonos que Dios no está en un trono celestial, sino en la brisa que sientes al caminar, en el caos del tráfico y en la última hoja que cae en otoño.
Y eso nos deja con una pregunta incómoda, pero fascinante: ¿Qué pasa si, al final, todo lo divino es simplemente lo que siempre ha estado frente a nuestros ojos? Si Dios no es más que la naturaleza misma, entonces tal vez hemos estado buscando en el lugar equivocado todo este tiempo. Quizás la pregunta no es "¿existe Dios?", sino ¿podemos dejar de buscarlo tan lejos y empezar a verlo justo aquí en lo cotidiano?